“Vive feliz junto a la mujer que amas, todos los insignificantes días de vida que Dios te haya dado bajo el sol. La esposa que Dios te da es la recompensa por todo tu esfuerzo terrenal.”
Eclesiastés 9:9-10 (Nueva Traducción Viviente)
Cuando llegué a los pies de Cristo, Él se convirtió en mi única esperanza llenándome de sueños y nuevas metas. Y uno de esos sueños que depositó en mí fue el de estar con mi amada. Aquella, de la que mi fe decía, que había sido hecha de manera especial para mí. Aquella cuya espera se volvería insignificante al verla con mis propios ojos. Aquella que había sido predestinada para compartir su vida conmigo.
Y un día la conocí. Como dos extraños intercambiamos diálogos en el día de mi bautismo. Pero aún mi corazón no estaba listo para recibirla, así que pasaron algunos años antes de volverla a ver. Entre tanto, me dediqué a servirle al Señor y a desprenderme de impurezas. Y entonces ella llegó para quedarse. En mi cumpleaños, Arlene apareció como el mejor regalo. El rostro más bello, dulce boca, ojos que reflejaban realeza y llena de gracia como ninguna. Y cuando la comencé a conocer todo tomó sentido. Comprendí a Adán cuando dijo: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne. Génesis 2:23.