viernes, 26 de agosto de 2016

Es necesario que el frasco de alabastro sea quebrado

La Biblia habla del ungüento de nardo puro (Juan 12:3). La Palabra de Dios usa intencionadamente el adjetivo puro. Ungüento de nardo puro se refiere a algo verdaderamente espiritual. No obstante, a menos que el frasco de alabastro fuera quebrado, el ungüento de nardo puro no podía ser liberado. Extraña que mucha gente valore más el frasco de alabastro que el ungüento. De la misma manera, muchos piensan que su hombre exterior es más valioso que su hombre interior. 

Este es el problema que afronta la iglesia en la actualidad. Es posible que valoremos demasiado nuestra propia sabiduría y pensemos que somos superiores. Unos pueden estimar sobremanera sus emociones y creer que son personas excepcionales. Y otros se valoran exageradamente a sí mismos y creen que son mejores que los demás. Piensan que su elocuencia, sus capacidades, su discernimiento y juicio, son mejores que los de otros. Pero debemos saber que no somos coleccionistas de antigüedades, ni admiradores de frascos de alabastro, sino que buscamos otra cosa, el aroma del ungüento. Si la parte exterior no se quiebra, el contenido no puede salir. Ni nosotros ni la iglesia podremos seguir adelante. No debemos seguir estimándonos en demasía a nosotros mismos.

El Espíritu Santo nunca ha dejado de obrar en los creyentes. De hecho, muchos pueden dar testimonio de la manera en que la obra de Dios nunca se ha detenido en ellos. Se enfrentan a una prueba tras otra, un incidente tras otro, mientras el Espíritu Santo tiene una sola meta en toda Su obra de disciplina: quebrantar y deshacer al hombre exterior, para que el interior encuentre salida. Pero nuestro problema es que en cuanto enfrentamos una pequeña dificultad, murmuramos, y cuando sufrimos alguna pequeña derrota, nos quejamos. El Señor ha preparado un camino para nosotros y está dispuesto a usarnos, pero en cuanto Su mano nos toca, nos sentimos tristes. Alegamos a favor de Él o nos quejamos ante Él por todo. Desde el día en que fuimos salvos, el Señor ha estado obrando en nosotros de muchas formas con el propósito de quebrantar nuestro yo. Lo sepamos o no, la meta del Señor siempre es la misma: quebrantar nuestro hombre exterior.

Estoy bien

“De paz inundada mi senda ya esté, /O cúbrala un mar de aflicción, /Mi suerte cualquiera que sea, diré: /Alcancé, alcancé salvación.” He cantado este himno de Horatio Spafford muchas veces. La mayoría de ellas en aquella pequeña congregación del Reparto Rocafort en La Habana. Una iglesia que, sin importar qué tonada evangélica estuviera en boga, seguía aferrada a los elocuentes himnos de siglos pasados. Recuerdo cómo surgía la melodía del himno del repique de las teclas de aquel viejo piano maltrecho que teníamos, la cadencia pasiva de la congregación y nuestro coro de hermanos inexpertos y maravillosos. Las lágrimas afloraban en las mejillas de varones y mujeres cuando empezaba la segunda estrofa: “Ya venga la prueba o me tiente Satán, /No amenguan mi fe ni mi amor; / Pues Cristo comprende mis luchas, mi afán / Y su sangre vertió en mi favor.” Era yo apenas un adolescente que comenzaba su andadura en la fe por aquellos tiempos, pero esos rostros llenos de serenidad me transmitían una indescriptible paz y gratitud que no se pueden traducir en palabras.
Había cantado muchas veces aquella tercera estrofa, pero ignoraba qué experiencia había dado lugar a semejante texto: “Feliz yo me siento al saber que Jesús, /Libróme del yugo opresor; /Quitó mi pecado, clavólo en la cruz, /Gloria demos al buen Salvador.” El final del himno no podía ser más emotivo. Es una declaración de fe vigorosa, y una proclamación escatológica sobre el Rey que vuelve. Es un canto al contentamiento y la esperanza: “La fe tornaráse en gran realidad /Al irse la niebla veloz; /Desciende Jesús con su gran majestad,/¡Aleluya! Estoy bien con mi Dios.”
Conocería la historia del himno más tarde y entendería por qué aquellas palabras me llegaban tan adentro del alma. Sus estrofas no fueron escritas desde un cómodo diván al pie de una chimenea en una preciosa tarde invernal, sino desde el camarote de un barco en circunstancias muy sombrías. Corría el año 1873, y Horatio Spafford había perdido mucho de su negocio con el gran incendio de Chicago de dos años atrás, y se proponía visitar Inglaterra para asistir a una serie de reuniones evangelísticas que conducía su amigo Moody. Por asuntos a amañar a última hora, envió a su esposa y sus cuatro hijas en el SS Ville du Havre, rumbo a Inglaterra, y él se les uniría a la semana siguiente. Mientras el barco cruzaba el Atlántico, colisionó con otro barco y se hundió en 12 minutos. Sus cuatro hijas se ahogaron y solo su esposa sobrevivió. Ella envió un telegrama desde Gales que decía: “Salvada sola.”
Spafford se embarcó en la primera nave que encontró para ir a buscar a su atormentada esposa. Mientras surcaban el Océano, el capitán del barco lo fue a buscar para mostrarle dónde había sido la tragedia. Fue entonces cuando Horatio compuso el himno que hoy rememoramos. Un himno que refleja la confianza en la bondad de Dios aún en los momentos más dolorosos. No es de extrañar que la División de manuscritos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos tenga archivado el original del himno de Spafford. Hay que hacer acopio de mucho valor y tener una comprensión profunda de la fe, para escribir algo así en medio de una tragedia tan horrible.

Ser cristiano implica conocer a Jesús

Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? Juan 14:9
(El apóstol Pablo dijo:) Aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Filipenses 3:8
Ser cristiano significa conocer a Jesús, pero no como un personaje histórico ni como un filósofo o un pensador, sino conocerlo primeramente como mi Salvador y mi Señor, y también como un amigo. La fe en Jesús nos hace vivir una verdadera relación con Él y sacia nuestra sed espiritual. Esto era lo que hacía decir al apóstol Pablo: Aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor… a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos” (Filipenses 3:8, 10).
Mediante el conocimiento de Jesús, escapamos del mal que está en el mundo (2 Pedro 2:20), y somos enriquecidos con todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (2 Pedro 1:3).

Con riesgo de caerse

Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga. 1 Corintios 10:12

Cuando mi amiga Elaine se recuperaba tras una caída tremenda, un empleado del hospital le colocó una pulsera de color amarillo brillante que decía: "Riesgo de caída". La frase quería decir que debían tratarla con cuidado, que quizá ella no tenía buen equilibrio y que la ayudaran a ir de un lugar a otro.
En 1 Corintios 10, encontramos una advertencia parecida para los creyentes. Echando un vistazo a sus antepasados, Pablo veía la tendencia del hombre a caer en pecado. Los israelitas se quejaron, adoraron ídolos y tuvieron relaciones inmorales. Todo esto entristeció a Dios; entonces, permitió que sufrieran las consecuencias de sus errores. Sin embargo, el apóstol dijo: estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros que vivimos en estos tiempos finales. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga (versos 11-12).
Es fácil creer erróneamente, que hemos superado un determinado pecado. Aunque hayamos admitido nuestro problema, aunque lo hayamos confesado arrepentidos y nos hayamos comprometido a obedecer al Señor, la tentación puede y va a aparecer. Pero Dios hace posible que no volvamos a caer, dándonos una salida. Depende de nosotros que aceptemos esa vía de escape.
Señor, que pueda ver la salida que me ofreces cuando soy tentado. Gracias por seguir obrando en mi vida.
Las grandes tentaciones suelen aparecer después de grandes bendiciones.