“Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11.6).
El hombre se acerca al Señor Jesús a causa de la fe que se opera en él. ¿Pero qué es la fe? La palabra la define así: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11.1).
La Biblia nos habla de cantidades de fe que existen en el hombre. “Hombres de poca fe”, dijo Jesús en Mateo 16.8, y también alabó la fe de un gentil diciendo: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe” (Lucas 7.9); y a la mujer cananea le dijo: “Oh mujer, grande es tu fe…” (Mateo 15.28).
En cierta ocasión los discípulos le dijeron: “Auméntanos la fe” y Jesús les respondió: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza…” (Lucas 17.5,6). Petición que debemos seguir haciéndola, sin importar cuánta fe se tenga.
¿En qué o en quién tenemos fe?, ¿cómo se obtiene?, ¿cómo se manifiesta la fe del cristiano? Consideremos estas tres preguntas.
El cristiano tiene fe en Jesús de Nazaret, que es el Hijo de Dios (Mateo 16.16) y también nuestro Salvador. El es el Señor de los creyentes, y se tiene fe en su palabra. En ella vemos todas las promesas y bendiciones a sus seguidores y fieles creyentes. Si lo recibimos como nuestro Señor y Salvador, tenemos el perdón de los pecados; somos salvos; venimos a formar parte de su cuerpo que es su iglesia; nos convertimos en hijos de Dios (Juan 1.12) y por lo tanto, somos coherederos con Cristo (Romanos 8.17); y si somos fieles obtendremos la vida eterna. Si además somos bautizados, cumplimos su mandato, y nos identificamos con su muerte y resurrección como si fueran nuestras también.