Don Abimael era un señor con mucho dinero que, junto a su piadosa esposa, tenía una gran reputación en el pueblo donde vivía. Incluso algunas aldeas vecinas sabían de la importancia de este hombre. Tenía dos hijos Juan y Carlos. Juan tenía 25 años y Carlos 17. El menor decidió, por influencia de sus compañeros de universidad en su primer año, decirle a su padre que quería que le diera su parte en la herencia.
Y llegó el día en que su padre lo confrontó: hijo, es una locura lo que me pides, las herencias son entregadas al morir el dueño, y en este caso tú no necesitas una herencia, me tienes a mí. Disfruta de mi presencia, o mejor dicho, disfrutémonos como familia. Sin embargo, Carlos le dijo: papá, solo quiero la parte que me corresponde, no me importa compartir con vosotros pero quiero vivir mi vida, tengo derecho a hacerlo.
Don Abimael, muy triste le dijo: – Está bien hijo, no te preocupes, te daré la parte que tenía designada para ti.
Se hicieron las cosas legalmente, el abogado hizo su trabajo, y su hermano mayor le dijo al menor: – ¿qué es lo que haces Carlos? Estás renegando de tu propia familia, ¿por qué haces esto? No seas tonto, reconsidera lo que estás a punto de hacer, nuestros padres nos han dado todo, solo nos queda servirles y cuidar de ellos en su vejez. Carlos le interrumpió y dijo: Tú lo haces porque eres un interesado, por eso quieres estar aquí. Eres el primero que debió salir de casa y aprender más de la vida, y yo quiero saber lo que es la vida y así poder valerme por mí mismo.
Juan le dijo: -pero hermano, para salir de casa debes hacerlo bien preparado, ¿no ves que aquí tienes todos los recursos para hacer lo que quieras? Debes aprender a vivir con los recursos propios, hacer que esto continúe adelante y no tomar tu parte egoístamente.
Carlos dijo enfáticamente: -mi decisión está tomada, ni tú, ni mis padres me harán retroceder de mi pensar, déjame vivir mi vida.
Fue así como Carlos vendió los terrenos que le tocaban, y sus tractores fueron vendidos también. Vendió sus vacas y sus parcelas de tierra. Juntó mucho dinero y lo depositó en el banco, y el banco lo persuadió para que retuviera sus tarjetas de crédito, y así no gastara su dinero tan fácilmente si lo hacía con inteligencia, y no tenía que andar con dinero en efectivo. Esta idea le pareció fascinante a Carlos. Fue así como adquirió un vehículo último modelo de la agencia, y sus nuevos amigos hasta le hacían coro en la universidad. Todos los días los invitaba a comer deliciosos y caros platos, y además todos ellos iban a las discotecas, contrataban a mujeres a las que pagaban servicios sexuales a domicilio... En fin, todo con esa facilidad que sus amigos le indujeron, y le dijeron que el dinero era para disfrutarlo.
La vida licenciosa de Carlos fue creciendo en gran manera, pasaba de sus clases ya que tenía amigos que le conseguían los exámenes con el dinero pagado por Carlos, y así fue pasando sus clases. Cuando Carlos fue al banco para resolver un problema de su tarjeta que no le daba ya más dinero, y fue a reclamar, le dijeron: disculpe joven, pero más bien Ud. nos debe a nosotros. El dinero que usted ha gastado en todo este tiempo es enorme, y el banco le ha ido debitando en sus cuentas, así como usted firmó en el contrato, pues usted mismo dijo que no quería venir a estar pagando, que todo lo debitáramos en su cuenta ¿lo recuerda?
Bueno, ahora ya no tiene crédito, y usted debe pagar ciertos intereses de la última cuenta que tuvo. Carlos cayó en la cruda realidad, y de esa forma sus “amigos” no querían estar más con él. Fue a buscar empleo a la hacienda de un ganadero que tenía también porquerizas, y éste le dijo: mire joven, aquí es necesario que me cuiden a mis cerdos, y los quiero lo más limpios posibles, aunque yo sepa de sobra que los cerdos son sucios, pero ese será su nuevo trabajo.
Carlos, se vio sin estudios, y ahora no podía hacer más fraude en ellos, pagaría cada mal proceder de aquel gran despilfarro y desagradecimiento que había hecho. Mientras, andaba por las porquerizas con sus sandalias, pues no tenía para poder comprar botas de hule, ya que su nuevo patrón no miraba las necesidades de sus empleados, solo veía lo que podían darle en su hacienda.
Un día Carlos tenía tanta hambre que sentía que se desmayaba, y quiso comer de la comida de los cerdos. Cuando se iba a comer el primer bocado, el capataz de dicho lugar lo encontró y le dijo: – ni lo pienses jovencito, esa es la comida de los cerdos, ellos deben engordar aunque tú te pongas flaco, pero no puedes mezclar las cosas. Lo que es de los animalitos es de ellos, para eso estoy aquí, para velar que todo esté en orden.