Trata de un joven que cuando era niño, perdió su brazo izquierdo. Pero un día, al llegar a la adolescencia, decidió que quería practicar judo, y sus familiares trataron de persuadirlo, diciéndole que no podía practicar artes marciales siendo manco. Pero al muchacho no le importó la imposibilidad. En lugar de enfocarse en lo que no podía hacer, puso todos sus sentidos y su energía en aquello que sí podía hacer: practicar judo con un solo brazo.
Al poco tiempo, logró sorprender a su propio entrenador al pedirle participar en un torneo regional. Para sorpresa de todo el mundo, el muchacho, logró ganar el campeonato y ser el mejor en su categoría.
Un periodista le preguntó cuál era el secreto por el que había ganado, a pesar de que contaba con un brazo menos que el resto. Y el joven respondió:
-Dado que tengo la imposibilidad de tener solo un brazo, tuve que concentrarme en trabajar muy duro en la gran mayoría de los ejercicios. A diferencia de otros, sé que no puedo permitirme errores. Así que, como soy consciente de que cuento con menos recursos que la mayoría, tengo que lograr la perfección en lo que hago. Pero el gran secreto, dijo en tono socarrón, es que la única manera que tiene el contrincante de vencerme es tomándome del brazo izquierdo.
¡Increíble!, el muchacho había logrado hacerse fuerte, justamente, de su misma debilidad. En lugar de sentarse a llorar y preguntarle a la vida el porqué de no tener su brazo izquierdo, trató de esforzarse al máximo, sacándole utilidad a lo que se suponía era su defecto.
El caso es que todos, sin excepción, tenemos una debilidad con la que hemos de tener que luchar lo que nos reste de vida. El gran secreto es la manera de reaccionar a ella. Abraham no se detuvo a cuestionar su desierto espiritual, a pesar que el cielo estaba mudo en ese sentido. Sabía que debía avanzar, aunque no sintiera absolutamente nada de parte de Dios.
La actitud que tomemos en los momentos críticos es lo que hace que crucemos el desierto en tres semanas, o en cuarenta años.
Hace poco, un ministro de Dios se me acercó, y extremadamente apenado y avergonzado, me confesó que una debilidad lo estaba matando espiritualmente.
-Estoy atravesando mi peor desierto, resumió.
Entre lágrimas, este hombre, esposo y padre de varios niños, me comentó que un día, en la soledad de su oficina, decidió “investigar” algo acerca de la pornografía en internet. Me dijo honestamente, que no lo hizo por morbosidad sino por simple curiosidad. Pensó que como era un hombre adulto, no le haría mal un poco de información acerca de este flagelo.
Se dice que un hombre tarda veinte segundos en mirar una imagen pornográfica y veinte años en borrarla de su mente. Y eso fue exactamente lo que le había sucedido a este hombre, que ahora lloraba amargamente en su propio escritorio.
-Estoy atado a todo tipo de basura virtual, confesó; al principio esas imágenes me chocaron drásticamente, pero luego, de regreso a casa, no podía olvidar aquellas fotografías. Al día siguiente, volví a navegar por sitios para adultos, pensando que sólo se trataría de una pequeña mirada más, totalmente inofensiva.
Lo cierto es que desde hace meses, me siento vulnerable a todo tipo de pornografía. Lo que comenzó como una inocente mirada, se ha transformado en una adicción compulsiva. Cada vez que vuelvo a caer, siento una culpa atroz, pero luego, al cabo de unas horas, otra vez estoy envuelto en la misma trampa.
Aquel hombre me contó que en muchas ocasiones quiso hablarlo con su esposa, pero el temor a su posible enjuiciamiento o a quizá perder su respeto, le había hecho arrepentirse de confesárselo. Así que, hasta el momento en que finalmente me lo dijo, había optado por guardarse esa oculta debilidad en privado hasta poder solucionarla. Pero lo peor era que se sentía demasiado sucio para orar o recuperar la integridad perdida.
En muchas ocasiones no había querido ministrar la alabanza en su iglesia, poniendo cualquier excusa, porque sabía que su vida espiritual atravesaba una crisis profunda.
-No solo me siento atrapado por la lujuria, dijo, sino que además siento que mis oraciones son completamente huecas, y estoy seguro de que Dios no quiere verme ni oírme.
Recuerdo que le mencioné que no tenía por qué darse por vencido. Que aún contaba con que a su favor, reconocía que era un adicto a la pornografía y deseaba profundamente, ser completamente libre de ello.
Luego, le conté la historia del muchacho manco, e hice hincapié en que debía esforzarse por cambiar su estilo de vida, y no enfocarse nunca más en su debilidad.
Así que, nos pusimos a trabajar juntos.
Hicimos una oración, pero le aclaré que nada milagrosamente instantáneo iba a suceder. Ese es el gran problema que tenemos los predicadores, cuando le decimos a la gente que crea que una oración del evangelista lo cambiará como por arte de magia.
No es que ponga en tela de juicio el inconfundible Poder del Señor, pero en muchas ocasiones, se requiere mucho más que una imposición de manos. Se necesita un trabajo duro, un esfuerzo diario, entrenamiento.
No puedes solamente “intentar” dejar la pornografía o ese hábito oculto que te derrota en la intimidad. No puedes creer que con pasar al altar del domingo, ya no te enfrentarás a tu gigante el lunes por la mañana. Te costará tu mayor esfuerzo diario, todos los días de tu vida.
Le dije a este hombre, que cada vez que se sintiera tentado a consumir pornografía, aunque le diera mucha vergüenza, me llamara por teléfono, que íbamos a trabajar hasta reducir el hábito al mínimo. Que tenía que esforzarse al máximo. Que le esperaba un trabajo muy duro por delante.
Como sintió un gran alivio al confesarle a alguien su pecado, él consideraba que ya no tendría que luchar para vencer el hábito. O que llegaría un momento, en cierto nivel espiritual, donde ya no tendría que hacerle frente a las tentaciones. Él también pensaba que Dios tenía favoritos. Intocables e inmunes a las ofertas del enemigo.