Al llegar a mis sesenta y... tantos años, leyendo la Biblia tropecé con este verso:
¡Setenta son los años que se nos conceden! Algunos incluso llegan a ochenta.
Pero hasta los mejores años se llenan de dolor y de problemas; pronto desaparecen, y volamos. Salmos 90:10 Medité… reflexioné, y me dí cuenta que ya no tengo mucho tiempo. Ese mismo día me encontré con este escrito:
“Conté mis años, y descubrí que tengo menos tiempo para vivir de aquí en adelante que el que viví hasta ahora…
Me siento como aquel chico que ganó un paquete de golosinas: las primeras las comió con agrado, deprisa, sin ninguna preocupación, pero cuando percibió que quedaban pocas, comenzó a saborearlas profundamente.
Ya no tengo tiempo para reuniones interminables, en las que se discuten estatutos, normas, procedimientos y reglamentos internos, sabiendo que no se va a lograr nada.
Ya no tengo tiempo para soportar a personas absurdas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido.
Ya no tengo tiempo para lidiar con mediocridades.
No quiero estar en reuniones donde desfilan egos inflados.
No tolero a manipuladores y ventajistas.
Me molestan los envidiosos que tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de sus lugares, talentos y logros.
Detesto, si soy testigo, de los defectos que genera la lucha por un majestuoso cargo.
Las personas no discuten contenidos, solo los títulos.
Mi tiempo es escaso como para discutir títulos.