Frecuentemente las circunstancias nos provocan preocupación, ansiedad y afán, y para luchar contra ellas debemos disfrutar de la presencia de Dios. Vivimos en un tiempo en el que la espera se hace cada vez más insoportable.
En otros tiempos la demora se medía en días o meses, pero hoy consideramos demora simplemente, al tiempo que nuestro ordenador tarda en abrir un programa, al tiempo que el microondas requiere para calentar nuestro café, al que una persona tarda en atender el teléfono o al que un semáforo toma para cambiar de la luz roja a verde.
O sea, la impaciencia se ha instalado de tal forma en nuestras vidas, que medimos el uso eficaz del tiempo en cuestión de segundos. Incluso cuando la espera es ínfima, nuestro espíritu inquieto no puede controlar los sentimientos de ansiedad y afán propios de la sociedad moderna. La sabiduría popular afirma que la paciencia es un arte, el arte de saber esperar. El problema con esta definición no radica en lo innecesario de saber que lo debemos hacer según la situación, sino en la creencia general de que nuestra actividad principal, ya que no podemos acelerar el tiempo, es esa precisamente, esperar.
Estamos llamados principalmente en la vida, a orientar nuestra existencia hacia una respuesta a las permanentes invitaciones de Dios a caminar con Él, a buscar Su accionar en las situaciones más frustrantes. De esta manera, podríamos definir la paciencia como el desafío de disfrutar de la presencia de Dios, cuando las circunstancias nos invitan a la preocupación, la ansiedad y el afán.