Hace tiempo oí: “Señor, hazte cargo de lo mío, que yo me hago cargo de lo tuyo”.
Declaración que viene a significar algo así como: “Señor, te entrego mis problemas en tus manos para que Tú te ocupes de ellos, y yo me ocupo de tu obra.” Bien intencionado. Parecía “sonar” bien. En un principio me gustó el “intercambio”… hasta que en medio de una de esas intensas meditaciones a solas con el Señor, comencé a percibir que algo no estaba bien, que algo no encajaba.
Sucedía que el autor de la reflexión original, con esas mismas palabras, lo que había querido decir, en realidad, tenía un sentido diferente. Lo que estaba proponiendo era un cambio de sentido de la puesta en escena de la situación delante de Dios. No hablaba de un intercambio, sino de centrarse más en Dios y menos en nuestros problemas. Darte la vuelta, encarar, enfrentarte cara a cara con el problema, pero con el motivo de dejar de mostrarle a Dios cuán grande es y declarar a tu problema cuán grande es Dios.
O lo que es lo mismo, libre con mentalidad de esclavo, contra libre con mentalidad de libre. Cuando, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, los movimientos anti-esclavitud tomaron forma, y en diversos países comenzaron a dictarse leyes y normativas a favor de la abolición de la esclavitud, muchos esclavos recibieron su libertad. Sin embargo, hubo quienes a pesar de ser personas legalmente libres, tuvieron la opción de continuar trabajando en donde habían permanecido toda su vida como esclavos. Ahora se les pagaba un salario, podían gozar de mejores condiciones laborales, pero no conocían otra cosa y prefirieron continuar al servicio de quienes, toda su vida, habían sido sus amos.