“Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios”.
(1 Corintios 15:9)
Le llamaban "Pequeño" aunque impresionó a los más grandes de su tiempo con su arrojo y pasión por evangelizar al mundo. Natural de Tarso, ciudad de Cilicia, actual Turquía. De la tribu de Benjamín y destacado estudiante de Gamaliel, ciudadano romano de corazón y fariseo muy estricto, era llamado antes Saulo, que significa: pedido a Dios. Lucas le describe como un hombre que “respiraba amenazas y muerte” (Hechos 9:1). Era temido por lo que hacía y por lo que de él se decía. Algunos decían que había consentido y visto la muerte de Esteban con la frialdad de un reptil que devora a su presa. Pero todo cambió cuando en su camino a Damasco para dar muerte a los cristianos que allí vivían, tuvo un estremecedor encuentro con Jesús. Ciego y tembloroso escuchó la voz de Dios e hizo todo cuanto Él le indicaba. Días después sería visitado por Ananías, un siervo de Dios que oraría por él para sanidad de su vista, y que le daría directrices concretas de parte de Dios para su ministerio futuro.
Un antes y un después, un cambio radical que le marcaría para siempre y le haría estar agradecido. Dios le comisionó para tareas extraordinarias que le llevarían a experimentar los límites del sufrimiento humano, la tortura, el abandono, el hambre, la soledad y finalmente el martirio. Su nombre fue cambiado dramáticamente, como si pareciera que debía ser distinto hasta en eso. La Biblia no entra en detalles sobre quién le puso el nombre: ¿Dios, él mismo, la iglesia, alguien más?, es uno de esos deliciosos misterios que tendremos que esperar hasta la eternidad. Lo que destaca de él es su mensaje educativo que hacía honor a su propio nombre, una especie de recordatorio de quién era, para que aquello que recibía y hacía no le exaltara desmedidamente. Después de un milagro, una sanidad, un avivamiento, una nueva iglesia, Pablo debía recordar, y así lo hacía, que él era pequeño y Cristo grande. Su propio nombre haría que nunca lo olvidara. Ya sea que se lo pusiera él mismo, o el Señor, el mero hecho de hacerlo (Saulo, pedido a Dios) era un acierto. Siempre es bueno recordar quiénes somos, porque eso nos mantendrá cuerdos en un mundo de excesos y vanidades.