Hace algún tiempo, nuestra iglesia “adoptó” al USS Reuben James, una fragata asignada al Golfo Pérsico. Estuvimos de acuerdo en orar diariamente por la tripulación y enviarles a los marineros cintas grabadas y libros. También les enviábamos copias de nuestros cultos de fin de semana, para que pudieran visionarlos por su sistema interno los domingos por la mañana, mientras estaban en alta mar.
Recibí una invitación para ser huésped de la tripulación durante una breve excursión al Pacífico. Tras una dilatada visita a los dormitorios y las cubiertas, tomé mi lugar junto al capitán mientras izábamos el ancla y navegábamos hacia las profundas aguas azules, con una tripulación de 800 marineros. A una distancia segura de tierra firme, el destacamento de cañones disparó unas cuantas rondas desde los cuantiosos cañones del barco.
Y mientras que cada marino iba de un lado a otro, observé algo. Todos sabían exactamente cuál era su rol. Cada persona en ese buque tenía un trabajo, una función, una responsabilidad y un propósito para estar allí, todos menos yo. Yo era el único que estaba de paseo.
Como contraste, unos meses más tarde, mi esposa Ana y yo tomamos un crucero de tres días alrededor de unas islas para refrigerio y descanso. En cubierta, observé a 400 seres humanos, perezosos y dorados por el sol, circulando alrededor de la piscina mientras 40 obreros uniformados se desplazaban a su alrededor, tratando de mantenerles felices.
En un momento de reflexión escuché al Señor decirme: “Mi iglesia necesita ser un barco de guerra y no un crucero de vacaciones. Si hemos de penetrar en la oscuridad y rescatar almas con las que nos encontremos, no podemos ser un barco de espectadores. Todos necesitan saber para qué están abordo."