La Práctica de
la Presencia de Dios -
4ª Conversación de Nicolás Herman, el
Hermano Lorenzo, con Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local
de un monasterio de Francia hace más de 300 años.
El
Hermano Lorenzo conversó conmigo muy frecuentemente y con gran apertura de
corazón, respecto a la manera de ir a Dios, de lo cual ya hemos mencionado
algo. Me decía que todo consiste en una renuncia de corazón a todas las cosas a
las que nos impiden llegar a Dios. Podemos acostumbrarnos a conversar continuamente
con Él con libertad y simplicidad. Y para dirigirnos a Él a cada momento, sólo
necesitamos reconocer íntimamente que Dios está presente con nosotros, y que
podemos pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas dudosas, para hacerlas correctamente siguiendo su Voluntad, voluntad que Él requiere de
nosotros.
En nuestra conversación con Dios, también deberíamos alabarle,
adorarle y amarle por su infinita bondad y perfección.
Sin desanimarnos por la
suma de nuestros pecados, deberíamos orar pidiendo su gracia con una confianza
perfecta, confiando en los méritos infinitos de nuestro Señor, porque Dios
nunca deja de ofrecernos su gracia continuamente. El Hermano Lorenzo percibió
esto con gran claridad. Dios nunca dejó de ofrecerle su gracia, excepto cuando
los pensamientos del Hermano Lorenzo comenzaban a vagar y perdían su sentido de
la presencia de Dios, o cuando se olvidaba de pedirle ayuda.
Cuando
no tenemos otro propósito en la vida excepto el de agradarle, Dios siempre nos
da luz a nuestras dudas. Nuestra santificación no depende de un cambio de
actividades, sino de hacer para la gloria de Dios, todo aquello que normalmente hacemos
para nosotros mismos. Pensaba que era lamentable ver cómo mucha gente confundía
los medios con el fin, dedicándose a hacer ciertas cosas muy
imperfectamente, debido a sus consideraciones humanas o egoístas. El método más
excelente que había encontrado para ir a Dios, era el de hacer las cosas más normales
sin tratar de agradar a los hombres, sino hacerlas verdadera y puramente por amor a
Dios.
El
Hermano Lorenzo sentía que era un gran engaño pensar que los momentos dedicados
a la oración eran diferentes a otros momentos del día. Estamos literalmente
obligados a unirnos a Dios por medio de la acción en el tiempo de la acción, y
por medio de la oración en el tiempo de oración. Su propia oración no era nada
más que un sentido de la presencia de Dios, cuando su alma no era sensible a
nada excepto al Amor Divino. Y cuando terminaban los momentos dedicados a la
oración, no hallaba ninguna diferencia porque seguía estando con Dios,
alabándole y bendiciéndole con toda su capacidad. Así pasaba su vida, en un gozo
continuo, aunque también esperaba que Dios permitiría que le sobrevinieran
algunos sufrimientos cuando estuviera más fortalecido.
Decía
que, de una vez por todas, debíamos poner toda nuestra confianza en Dios y rendirnos
por completo a Él, seguros de que no nos defraudará. No debemos cansarnos de
hacer las cosas pequeñas por amor a Dios, porque Él no toma en cuenta lo grande
de la obra sino el amor con que la hacemos. Que no deberíamos sorprendernos si
al principio fallamos frecuentemente en nuestros intentos, pero que al final
adquiriremos un hábito que nos hará actuar con naturalidad, sin que nos ocupemos de
ello y para nuestro mayor deleite.