Juan 9.30 Respondió el hombre, y les dijo: Pues esto es lo maravilloso, que vosotros no sepáis de donde sea, ¡y a mí me abrió los ojos!
En al capítulo 9 del libro de Juan, se narra la historia de un hombre que había nacido ciego, por lo cual los discípulos le cuestionaban al maestro acerca de su ceguera.
Al Señor, en su misericordia, le nació el deseo de devolverle la vista para glorificar al Padre, para que todos vieran que el poder de Dios es inmenso, y que Él en su infinita soberanía puede hacer un milagro a quien le plazca.
La ceguera es un impedimento físico que tiene una enorme relevancia en el hombre, ya que no le permite disfrutar plenamente, de todas las bellezas naturales que nuestro Señor creó para deleite de la humanidad. Una persona que sufre esta desgracia lleva una vida limitada, en algunos casos no es así, ya que en su alma hay un anhelo ferviente de disfrutar, en toda su magnitud, del placer de conocer todo lo que le rodea, de llenarse los ojos con la luz del sol, del color del cielo o de las flores, etc.
Sin embargo, hay una ceguera aún más terrible, que en el hombre puede provocar un daño incluso mayor que el físico, y se trata de la ceguera espiritual; tú, al igual que yo y muchos más, vivías, y vivíamos ciegos completamente, vivías en penumbras, tenías un velo que te impedía ver la realidad de lo que estabas viviendo, de la vida que llevabas, o bien, que estás llevando actualmente, ya que no permites que la luz del entendimiento y de la razón penetre en tu ser, y mucho menos que la luz de la sabiduría, que proviene de Dios, se albergue en tu corazón. Cuando en el hombre existe ese tipo de cerrazón, es imposible que entienda que todo lo que está haciendo lo está haciendo mal; esto es debido a que no permite que alguien que ya pasó por ese camino, le haga ver su error. Esto es igual a un niño, cuando está empecinado en hacer algo y el padre le indica que no lo haga porque le puede pasar algo malo, y sin embargo quiere experimentar por su propia cuenta a costa de los resultados.